El arte como venganza: una lectura filosófica de “Animales nocturnos”

Miguel Huerta

Basada en la novela «Tres noches» de Austin Wright, Animales nocturnos (Tom Ford, 2016) no es sólo una película. Es un dispositivo emocional envenenado. Una bomba simbólica disfrazada de carta de amor. Lo que parece un thriller estilizado se revela, poco a poco, como una autopsia emocional: el despiece meticuloso de una relación rota, donde la estética no embellece el dolor, sino que lo expone.

Desde los primeros minutos intuimos que no veremos una historia lineal ni amable. Las vidas de los personajes, sobre todo de Susan, están marcadas por una superficie pulida y una profundidad hueca. La película se sumerge ahí donde duele: en las decisiones que tomamos por miedo, en los amores que dejamos ir creyendo que vendrá algo mejor… y nunca llega.

Porque algunas heridas no se cierran. Se transforman en arte… o en castigo silencioso. Y eso es lo que ocurre aquí: Edward, el exesposo abandonado, convierte su dolor en una obra literaria feroz que llega hasta Susan como un eco que no puede ignorar.

Susan: La mirada vacía del éxito

Susan (Amy Adams) es la protagonista visible de la película, pero también la más hueca. Vive rodeada de arte conceptual grotesco y sádico, dirige una galería prestigiosa, y su vida matrimonial está marcada por el silencio, el desencanto y la simulación. Representa a quienes han alcanzado una forma de éxito que no saben habitar, porque para obtenerlo han dejado atrás partes esenciales de sí mismos. Un signo cada vez más habitual dentro del mundo y del ambiente laboral.

En su juventud, Susan se mostraba como una mujer crítica, sensible, con aspiraciones estéticas y un deseo de autenticidad. Pero en algún punto eligió no confiar en su instinto ni en el amor. Traicionó a Edward, su pareja idealista y soñador, con quien compartía una visión más profunda de la vida. La traición no fue únicamente afectiva: abortó a la hija que esperaban y desapareció sin mirar atrás. Se convenció de que había hecho lo correcto. Que la vida adulta exige sacrificios. Pero en realidad eligió lo cómodo.

Cuando recibe el manuscrito de Edward —titulado “Animales nocturnos”, como él solía llamarla por su insomnio—, Susan comienza un viaje íntimo de confrontación. La lectura de la novela le revela la furia poética de su exmarido y le expone su propia pérdida de sentido. Se ve reflejada en una narrativa que no la menciona, pero la destripa. Y el abismo existencial que siempre la acompañó, ahora toma forma y la mira de frente.

En términos nietzscheanos, Susan es un ejemplo del «último hombre», aquel que prefiere el confort sobre la grandeza, la mediocridad sobre la intensidad. Su sufrimiento no la redime; sólo confirma que una vida inauténtica es una forma de muerte.

Edward: El hombre sensible como figura trágica

Edward (Jake Gyllenhaal) es el centro invisible de la historia, y sin embargo, el autor de toda su estructura emocional. Como joven esposo, era todo lo que Susan terminó por rechazar: emocionalmente abierto, vulnerable, creativo, falto de ambición económica, pero comprometido con su mundo interior. En una sociedad que valora el éxito material y la fuerza pragmática, Edward representa al hombre débil a los ojos del sistema, pero fuerte y con una visión profunda de la sensibilidad.

Su tragedia comienza cuando Susan lo abandona. No sólo pierde a su pareja: pierde también a su futuro como padre, a su identidad como escritor, a su fe en el amor. Pero no se queda en la desesperación: transforma el dolor en una obra. Y esa obra, lejos de ser un lamento, es un acto de justicia simbólica. Un texto que usa la ficción como mecanismo de revancha, y también como forma de reconstrucción del yo.

En el manuscrito, Edward se desdobla como Tony —el personaje de la novela dentro de la película—, un padre de familia cuya esposa e hija son brutalmente asesinadas. Esa historia de violencia representa, de forma alegórica, lo que él sintió cuando Susan decidió terminar todo. Y lo más potente es que no exige una respuesta. Edward nunca reclama. No llama. No suplica. Sólo entrega el manuscrito… y desaparece.

Su gesto final, al no presentarse a la cena pactada con Susan, es el más fuerte: la deja sola frente a su propia culpa. Porque Edward ya no necesita nada. La novela cumplió su función. Y él, como artista herido pero íntegro, no tiene por qué regresar a aquello que lo destruyó.

Tony: La víctima en busca de sentido

Tony, el personaje del manuscrito, interpretado también por Jake Gyllenhaal, es el alter ego de Edward. En la ficción, Tony viaja con su esposa e hija por una carretera desierta donde son interceptados por un grupo de hombres. Lo que sigue es una serie de humillaciones, secuestros, y asesinatos que Tony presencia sin poder evitar.

Este personaje, que representa la impotencia extrema, encarna el sentimiento de fracaso que Edward arrastra por años: no haber podido proteger lo que amaba. Pero también simboliza el momento en que el dolor se convierte en acción. Tony persigue justicia, aunque eso lo lleve a cruzar límites morales. Lo que comienza como tragedia termina en confrontación, violencia, muerte… y soledad.

Tony y Edward comparten un destino: ambos quedan solos, violentados, destruidos. Pero el arte —en este caso, la novela— permite que esa experiencia sea compartida. Que Susan la lea. Que el daño vuelva al origen. Y que el dolor tenga un efecto, aunque ya no haya reparación posible.

Ray y Bobby: Los fantasmas sociales

En la novela, Ray (Aaron Taylor-Johnson) es el líder violento del grupo, el animal nocturno por excelencia. Un hombre salvaje, nihilista, sin límites. No es un personaje realista: es una alegoría del dolor reprimido, de la crueldad que se impone cuando el mundo le quita a alguien todo lo que amaba. Es también un reflejo de la sombra que Edward no expresó nunca en su vida real.

Bobby (Michael Shannon), el detective que ayuda a Tony a encontrar justicia y venganza, representa la figura del redentor trágico. Tiene cáncer. Está enfermo. Pero encarna una ética seca, sin sentimentalismo, que ayuda al protagonista a cerrar su ciclo. Ambos morirán de algún modo, pero no sin antes enfrentar al monstruo. Bobby no existe en la vida real de Susan, pero su presencia en el manuscrito marca un deseo inconsciente de equilibrio, de que al menos en la ficción se imponga cierto orden.

El tiempo, la culpa y lo irreversible

Animales nocturnos también es una reflexión brutal sobre el tiempo. El tiempo que pasó y ya no perdona. Susan quiere volver de alguna forma, pero ya es tarde.

Cuando se maquilla para la cena final con Edward, lo hace con una esperanza absurda: reencontrarse con lo que destruyó. Pero Edward no aparece. Porque lo que fue, ya no es. Y lo que dolió, ya no se puede revertir.

La película no ofrece redención. Ofrece silencio. Y en ese silencio final, Susan queda sola frente a sí misma, condenada a convivir con lo que no quiso ver cuando aún tenía tiempo. En este sentido, el pasado la atormenta, quiere remediarlo, tener esperanza, pero esa esperanza es una ilusión, una puerta cerrada.

Reflexión final: Amar es creer, no tener razón

Lo más duro que muestra la película es esto: el amor no es un acto de lógica, sino de fe. Susan no creyó en Edward. No creyó en su arte, en su sensibilidad, en su promesa de vida compartida. Y por eso lo traicionó.

Animales nocturnos nos confronta con esta verdad: a veces no elegimos lo mejor, sino lo más cómodo. Pero ese confort tiene un precio que se paga con el alma.

La película es, al final, una advertencia. Contra el cinismo disfrazado de madurez. Contra la traición de los propios ideales. Contra la idea de que siempre se puede volver atrás. Porque no, no siempre se puede. No es una película sobre el perdón, sino sobre la irreversibilidad de las decisiones. Edward y Susan son fantasmas de lo que pudieron ser, pero eligieron no ser.

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