Opinión. La santificación del odio. Cuando creer es excluir

Miguel Huerta

En estos momentos en que vemos discursos de odio que se empapan desde lo religioso, es necesario reconocer su anatomía y reflexionar al respecto.

La relación entre religión y odio (encarnado en racismo, xenofobia, genocidio y exclusión) representa una de las paradojas más profundas de la experiencia humana. Por un lado, las grandes tradiciones espirituales suelen proclamar principios universales de dignidad igualitaria y fraternidad sagrada; por otro, han sido repetidamente instrumentalizadas para justificar jerarquías étnicas, exclusiones y violencias sistemáticas. Esta contradicción fundamental nos revela que las religiones no existen en un vacío moral, sino que operan como espejos amplificados de las tensiones y patologías de las sociedades que las practican.

Un ejemplo contemporáneo de esta tensión lo observamos en el sionismo religioso actual. Lo que originalmente surgió como un movimiento político secular de autodeterminación judía ha sido progresivamente teologizado por sectores fundamentalistas que interpretan el retorno a la “tierra prometida” como un mandato divino irrevocable, por encima de los derechos históricos y humanos de la población no judía que habita ese mismo territorio.

Esta lectura sacralizada de un proyecto nacional ha servido para legitimar asentamientos, ocupaciones y una lógica de separación denunciada por observadores internacionales y organizaciones de derechos humanos, lo que configura un sistema de dominación étnica y un genocidio anunciado. La narrativa del «pueblo elegido» y la «tierra prometida», cuando se conjuga con un nacionalismo excluyente, puede fácilmente transitar del sentido religioso de identidad hacia la justificación de prácticas discriminatorias.

Pero el fenómeno no es exclusivo del sionismo. El islam ha sido utilizado para validar racismos contra comunidades negras en países árabes; el hinduismo nacionalista instrumentaliza textos sagrados para marginar a grupos musulmanes y cristianos;. y el cristianismo histórico bendijo la esclavitud, la persecución de otras creencias y el colonialismo. El patrón se repite. Cuando la religión se alía con el poder temporal y la identidad tribal, tiende a desarrollar lo que podríamos llamar una «teología de la dominación», que reinterpreta textos y tradiciones para santificar prejuicios existentes.

Esto nos confronta con una verdad incómoda: la sacralidad no garantiza la ética. Una experiencia religiosa auténtica puede buscar lo trascendente, pero las religiones institucionales son fenómenos humanos, históricos y políticos. Su potencial para la opresión o la liberación depende no de sus doctrinas abstractas, sino de las hermenéuticas que practican sus fieles. La pregunta crucial para nuestro tiempo ya no es si las religiones son inherentemente excluyentes —ninguna lo es en esencia—, sino qué mecanismos sociales, económicos y políticos las llevan a actuar como vehículos de exclusión en contextos específicos.

Tarde o temprano, la fe que no examina críticamente su complicidad con el poder, traiciona sus propios principios universales. En un mundo de identidades crispadas y en crisis profunda, la tarea urgente tal vez sea desacoplar la espiritualidad de nuestros prejuicios, y redescubrir en las tradiciones religiosas aquellas corrientes místicas y proféticas que siempre han desafiado el orden establecido y ampliado los círculos de compasión, solidaridad, acogida al extraño y amistad por la humanidad entera.

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