Miguel Huerta

En estos tiempos de flujos informativos constantes, nos encontramos navegando por aguas pantanosas donde la verdad y la falsedad se mezclan hasta resultar indistinguibles. Las noticias falsas no constituyen simplemente un problema técnico o una falla en el sistema de comunicación: representan una profunda crisis epistemológica que cuestiona nuestra relación misma con la realidad.
Asistimos a la erosión de los pilares que sostenían nuestro acuerdo sobre lo real. La posverdad no es simplemente mentira, sino algo más perturbador: la indiferencia hacia la verdad misma. Cuando los hechos objetivos pierden su peso frente a las emociones y creencias preexistentes, el terreno común para el diálogo se desvanece. Cada individuo o grupo termina habitando su propia realidad construida, donde los algoritmos actúan como arquitectos invisibles de nuestras certezas.
Al día de hoy todo lo que vemos y oímos en nuestros aparatos digitales puede estar relacionado con la falsedad. Es muy común encontrar información que quiere transmitir miedo, quiere engañar o pretende ocultar una verdad. La noticia falsa apela a nuestras emociones más básicas y a veces esas emociones nos terminan convirtiendo en marionetas, cuyo control es un misterio para nuestra sociedad y nuestras vidas privadas.
Socialmente, las fake news operan como armas de desgaste colectivo. Su peligro no reside únicamente en engañar, sino en saturar nuestro espacio mental hasta el colapso cognitivo (por ejemplo, Twitter/X es un océano y tierra fértil para este tipo de saturación; es la red social más tóxica que tenemos hoy; no por nada Elon Musk la adquirió para lanzarnos misiles tóxicos de desinformación).
La sobreinformación produce el mismo efecto que la desinformación: una persona exhausta que termina por rendir su capacidad crítica. Esta fatiga informativa nos vuelve vulnerables a los “cantos de sirena” de soluciones simples y relatos maniqueos que dividen el mundo entre buenos y malos absolutos.
Detrás de este fenómeno yace una economía de la atención que mercantiliza nuestro tiempo mental. Las plataformas digitales han creado un ecosistema donde la indignación vende más que la reflexión, donde el escándalo genera más engagement que el matiz. En este mercado de miradas, la verdad se ha convertido en una mercancía devaluada frente al impacto emocional inmediato (ya hemos mencionado a Twitter/X).
El uso malintencionado de la desinformación sigue patrones predecibles pero efectivos. Apela a nuestros sesgos más profundos, a nuestros miedos ancestrales, a nuestra necesidad de pertenencia tribal y comunitaria. Las noticias falsas más exitosas son aquellas que queremos creer, las que confirman nuestros prejuicios y nos absuelven de complejidades morales. Son armas identitarias que fortifican las trincheras culturales y políticas.
Frente a este panorama, la solución no puede ser puramente tecnológica. No bastan los fact-checkers ni los algoritmos de verificación, aunque ayudan. La batalla decisiva se libra en el territorio de nuestra propia conciencia. Cultivar el escepticismo saludable –no el cinismo paralizante– se ha convertido en un acto de resistencia civil. Aprender a vivir con la incertidumbre sin abandonar la búsqueda de la verdad es el desafío fundamental de nuestra era informativa y digitalmente omnipresente.
Algunas pistas para navegar este laberinto incluyen desarrollar el hábito de la pausa reflexiva antes de compartir cualquier información; buscar siempre la fuente primaria y corroborar las noticias y hechos; exponernos deliberadamente a perspectivas diversas que desafíen nuestras burbujas ideológicas; y recordar que lo emocionante no es necesariamente verdadero, mientras que lo verdadero a menudo resulta complejo y menos espectacular.
La educación emerge como la herramienta más poderosa, pero no una educación basada en la acumulación o repetición de datos, sino en el desarrollo del pensamiento crítico, la humildad intelectual y la tolerancia a la ambigüedad. Necesitamos aprender a convivir con preguntas incómodas sin apresurarnos hacia respuestas reconfortantes o rápidas pero engañosas.
En última instancia, el antídoto contra las noticias falsas no es simplemente detectar mentiras, sino reconstruir un ecosistema informativo basado en la curiosidad genuina, la honestidad intelectual y el reconocimiento de nuestra vulnerabilidad compartida ante el engaño.
Se trata de recuperar la noción de que la verdad, aunque esquiva, merece el esfuerzo de seguir buscándola colectivamente.