Miguel Huerta
Una de las películas que más me han sorprendido en este último periodo es la oscura e inquietante Longlegs, del director Oz Perkins, quien nos ofrece una cinta de terror con un tratado filosófico sobre la naturaleza del mal para el siglo XXI. Lejos de limitarse a sustos superficiales, la cinta construye un sistema simbólico complejo que interroga nuestras nociones de libre albedrío, trauma y las estructuras sociales que encubren el mal. Esta obra cinematográfica no es sobre el terror de monstruos externos, sino el de las semillas de oscuridad que germinan en el terreno más fértil: el hogar.
La película sigue a la agente novata del FBI Lee Harker (Maika Monroe), que investiga a un asesino en serie ocultista llamado Longlegs (Nicolas Cage). La trama gira en torno a detener los asesinatos relacionados con rituales satánicos y muñecas, mientras Lee lidia con secretos familiares que la conectan con el caso. También aparece Ruth (Alicia Witt), la madre de Lee, involucrada en el misterio.

Las muñecas: la fabricación del destino y el fin de la inocencia
Longlegs (Nicolage Cage) es un satanista que usa maquillaje pálido y que fabrica muñecas. Las muñecas en Longlegs son el símbolo central del determinismo frente a la agencia individual. No son juguetes, sino artefactos de programación existencial. Cada muñeca, meticulosamente confeccionada, representa un destino impuesto, una vida cuyos hilos son movidos por una voluntad externa y maligna.

Desde una perspectiva social, estas muñecas encarnan la vulnerabilidad absoluta de la infancia frente a la adultez. Son la materialización de lo que el filósofo Gilles Deleuze llamaría “agenciamientos maquínicos”: ensamblajes de fuerzas que moldean y producen subjetividades (deseos, emociones, sentimientos, poder, acción, afecto, etc.). Longlegs, como un demiurgo perverso, no crea de la nada; corrompe lo existente. Toma la forma de un “padre” (evocando el Daddy Longlegs literario) para ejercer un grooming metafísico, donde el cuidado es reemplazado por la posesión.
La esfera que inserta en las cabezas de las muñecas actúa como un inconsciente artificial, un trauma implantado que dirige la voluntad de la víctima. Esto nos fuerza a preguntar: ¿nuestras elecciones son realmente nuestras o están condicionadas por “programaciones” traumáticas, sociales y familiares que hemos internalizado desde la infancia?
El sótano y los espacios ocultos: el inconsciente colectivo como infierno
El sótano, ese espacio recurrente y claustrofóbico, opera como una potente metáfora espacial. Es el inconsciente freudiano hecho arquitectura: el lugar donde reprimimos los traumas, los deseos inconfesables y los horrores que no podemos afrontar. Es el Inframundo personal, el Hades doméstico al que se desciende y del que nunca se regresa indemne.

Socialmente, el sótano representa lo que la familia y la sociedad optan por ocultar bajo una fachada de normalidad. Es el secreto patológico, el abuso encubierto, la historia silenciada. Longlegs, como “el hombre de abajo”, es la encarnación de todo lo que ha sido reprimido y que, inevitablemente, regresa con una fuerza destructiva multiplicada. Es la confirmación de la premisa de de Dostoievski en su obra Memorias del subsuelo que nos muestra que cada persona tiene algo que ocultar.
La Trinidad oscura y la profanación de lo sagrado
Uno de los aspectos más interesantes de la película es su obsesión con patrones triangulares y referencias a una “trinidad oscura”. Esto no es simple estética. Es la deconstrucción y profanación de los símbolos sagrados cristianos como mecanismo para representar un mundo desprovisto de gracia. Frente a la Trinidad divina (Padre, Hijo y Espíritu Santo), Perkins opone una trinidad profana: el asesino (Longlegs), el instrumento (las muñecas) y el trauma (la esfera/el susurro).

Esta inversión simboliza lo que el filósofo Jean Baudrillard denominó “simulacro”: la copia de algo que nunca existió. El satanismo de Longlegs no es una fe auténtica, sino un simulacro de religión, un ritual vacío cuyo único propósito es ejercer poder y corromper. Es el mal como performance, una estética siniestra que ha reemplazado a la teología.
El cumpleaños: la fecha del trauma y el tiempo circular
El hecho de que los crímenes de Longlegs ocurran en los cumpleaños es profundamente significativo. El cumpleaños es el marcador social occidental por excelencia y que marca el progreso lineal de la vida, de la celebración de la existencia. Longlegs lo convierte en un ritual de muerte, transformando el tiempo lineal en un eterno retorno de lo traumático, concepto nietzscheano que aquí adopta una connotación siniestra.

Cada cumpleaños manchado de sangre es la prueba de que el trauma no es un evento del pasado, sino una prisión temporal que se reactúa cíclicamente. La víctima no “supera” el trauma; está condenada a vivirlo en un bucle eterno, donde la fecha que debería simbolizar su vida se convierte en el aniversario de su muerte psicológica o física.
Conclusión: el mal es un susurro, no un grito
Longlegs triunfa en su objetivo asesino porque comprende que el mal contemporáneo no es espectacular ni demoníaco en el sentido tradicional. Es silencioso, insidioso y administrativo. Longlegs no ruge; susurra, canta melodías, hipnotiza, habla al afecto cual sacerdote satánico y oscuro. Sus rituales no son grandiosos; se esconden en la artesanía doméstica de unas muñecas, cual artesano profano.
La película nos presenta una visión del mal que es a la vez arquetípica y postmoderna. Es arquetípica en su uso de símbolos universales (la sombra, el sótano, el demonio). Y es postmoderna en su representación del mal como un virus que se inserta en los sistemas (la familia, la memoria, la identidad) para corromperlos desde dentro.
Al final, Longlegs nos deja con una pregunta aterradora: ¿Somos los autores de nuestra propia vida o simplemente muñecas en manos de un artesano cuyas intenciones desconocemos? La película sugiere que, quizá, la verdadera posesión no es por un demonio externo, sino por los traumas que otros/otras han implantado en nuestras vidas y que el viaje más aterrador no es al infierno, sino al sótano de nuestra propia psique.
