Miguel Huerta
En nuestra cultura contemporánea, la muerte se ha convertido en el gran tabú. La ocultamos tras las puertas de los hospitales, la maquillamos en funerarias y evitamos mencionarla en conversaciones cotidianas. Pero ¿qué sucede cuando dejamos de verla como un tema morboso y comenzamos a entenderla como la clave que nos permite comprender la vida y la estructura misma de nuestra sociedad? Los datos nos ayudan a dimensionar su inevitabilidad, pero son la filosofía y la sociología las que nos revelan su significado más profundo.
Cada día mueren aproximadamente 167,000 personas en el mundo. La esperanza de vida global ronda los 73 años, aunque en países como Japón supera los 84, mientras que en algunas naciones africanas no alcanza los 55. Resulta especialmente revelador que más del 60% de estos fallecimientos se consideren prematuros y evitables. Incluso a nivel celular, la muerte está inscrita en nuestro ser a través de la apoptosis, ese suicidio celular programado que permite nuestro desarrollo y funcionamiento. Estas cifras son recordatorios elocuentes de que la muerte es tan democrática en su inevitabilidad como injusta en su distribución.
Desde la perspectiva filosófica, la muerte se revela como el motor fundamental de nuestra existencia. Martin Heidegger proponía que sólo al aceptar plenamente nuestra mortalidad podemos vivir de manera auténtica. Para él, la muerte no es un evento futuro, sino una condición permanente que otorga sentido a nuestro presente. Es ese «ser-para-la-muerte» lo que nos impulsa a cuestionarnos cómo queremos vivir y qué legado deseamos dejar. Ernest Becker, en su fundamental obra La negación de la muerte, llevó esta reflexión aún más lejos al afirmar que toda la civilización humana constituye un elaborado sistema para trascender nuestra finitud. La religión, el arte, la fama e incluso la ciencia serían así «sistemas de inmortalidad» que construimos para negar el terror que nos provoca la aniquilación. La muerte, bajo esta luz, no aparece como el enemigo a vencer, sino como el límite necesario que convierte nuestra existencia en una obra con significado genuino.
La mirada sociológica, por su parte, nos muestra cómo la muerte funciona como un espejo que refleja las desigualdades estructurales de nuestra sociedad. Si bien la muerte es biológicamente inevitable, las condiciones en que morimos distan mucho de ser equitativas.
En las sociedades modernas hemos medicalizado el proceso de morir, entregándolo a los hospitales y convirtiéndolo en un evento técnico y aséptico. El duelo, que antes era un proceso comunitario, se ha privatizado y patologizado, perdiendo aquellos rituales colectivos que durante siglos ayudaron a las comunidades a procesar la pérdida. La brecha de más de 30 años en la esperanza de vida entre países no es un dato neutral, sino la consecuencia directa de estructuras económicas injustas, acceso desigual a la salud y condiciones de vida profundamente precarias. La muerte, antes de llegar, ya ha sido moldeada por la desigualdad social.

Frente a esta homogeneización de la muerte medicalizada, emergen prácticas culturales que desafían la narrativa occidental predominante. Para mí que soy mexicano, el Día de muertos representa todo un cosmos al interior de nuestra sociedad y cultura: se trata de una filosofía completa encarnada en calaveras de azúcar, copal, velas, cempasúchil y ofrendas vibrantes. Esta tradición establece una relación dialógica con la muerte, donde ésta deja de ser una enemiga para convertirse en una compañera con la que se puede bromear, honrar y convivir. Las ofrendas no sirven solamente para recordar a los difuntos, sino para recibir sus almas en un reencuentro existencial. Constituye además un acto de resistencia comunitaria frente a la muerte individualizada: los panteones se llenan de vida, las familias se reúnen y los muertos regresan a nuestra mesa. Este acto afirma contundentemente que la memoria colectiva representa un acto de resistencia contra el olvido.

En su esencia más profunda, nuestro Día de muertos enseña que el cuidado no termina con la muerte, sino que honrar a los ancestros es reconocernos como parte de un tejido social que trasciende las generaciones.
Llegamos así a una conclusión inevitable: la muerte nos iguala en su hecho biológico, pero nos divide en su realidad social. Reconocer esta dualidad constituye el primer paso para construir lo que podríamos denominar una ética de la finitud. A nivel personal, esto implica abrazar nuestro memento mori no como una invitación al paralizante terror, sino como un estímulo para vivir con mayor propósito y conciencia. A nivel social, nos exige luchar contra aquellas desigualdades que condenan a millones de personas a una muerte prematura y evitable. A nivel cultural, nos invita a recuperar y reinventar aquellos rituales que, como el Día de muertos, nos enseñan a morir y, en consecuencia, a vivir con mayor plenitud.
La muerte sigue siendo ese espejo implacable donde se reflejan todas nuestras prioridades como individuos y sociedad. Quizá, aprender a mirarla de frente sin miedo ni evasiones represente uno de los actos más revolucionarios y éticos de nuestro tiempo. En un mundo que insiste en ocultar la finitud, recordar nuestra mortalidad podría ser el camino más seguro hacia una vida más consciente y, por tanto, más humana.