Stranger Things: ética, existencia y la batalla por la humanidad

Miguel Huerta

Estamos ya casi por ver el estreno de la quinta y última temporada de esta maravillosa serie de los hermanos Duffer (1984), Stranger Things (2016-2025) y a medida que el reloj avanza, no sólo anticipamos el cierre de una historia, sino la culminación de un profundo viaje que nos hace cuestionarnos ciertas cosas. Stranger Things nunca ha sido una serie simplona sobre monstruos y dimensiones alternas, sobre juegos de mesa o problemas juveniles; en ella hemos visto un espejo distorsionado que refleja nuestras propias luchas éticas y existenciales. El Upside Down es más que un lugar aterrador: es la manifestación física de todo lo que reprimimos como individuos y como sociedad.

Dr. Brenner y los límites éticos del conocimiento: el pecado original de Hawkins

La figura del Dr. Brenner se erige como la encarnación del sueño ilustrado llevado a su extremo más oscuro. No deja de ser un científico que busca algo, tampoco deja de ser un funcionario de traje y corbata detrás del poder social y el reconocimiento cultural. Su laboratorio representa aquel momento crucial donde la curiosidad científica transgrede los límites de la ética para convertirse en hybris desmedida. Lo fascinante de Brenner no es su maldad caricaturesca, sino su convincente retórica justificatoria. Cuando le dice a Eleven «te di un hogar», estamos presenciando la perversión lingüística del poder: cómo el control se disfraza de cuidado, la experimentación de educación y la prisión de hogar.

Esta dinámica nos obliga a confrontar preguntas incómodas sobre nuestro propio mundo: ¿cuántos laboratorios Hawkins operan hoy bajo el manto de la seguridad nacional o el progreso tecnológico? El programa «MKUltra», en el que se inspira la serie, no fue ficción, y sus ecos resuenan en cada debate contemporáneo sobre vigilancia masiva, experimentación genética y inteligencia artificial. Brenner nos recuerda que el conocimiento sin sabiduría no es progreso, sino una bomba de tiempo ética cuyo estallido creó el Upside Down.

Vecna y la anatomía del mal: cuando el trauma se convierte en cosmología

La genialidad narrativa de Vecna reside en su humanidad corrupta. A diferencia de las amenazas anteriores, Vecna no es un invasor externo, sino el producto final de nuestro propio mundo. El personaje de Henry Creel representa la hipótesis más perturbadora: que el mal no llega desde fuera, sino que germina en el suelo fértil del trauma y la alienación. Su monólogo a Eleven en la cuarta temporada no es un mero reflejo de la retórica de un villano, sino una visión filosófica y un plan de vida coherente aunque terrible: la visión del mundo como prisión y los humanos como carceleros de sí mismos.

Lo que hace a Vecna fascinante es cómo weaponiza la psique humana. No necesita armas convencionales cuando puede usar nuestra propia culpa, nuestros traumas no resueltos y nuestros recuerdos más dolorosos como instrumentos de tortura. En este sentido, Vecna es el anti-terapeuta perfecto: donde la psicología busca sanar mediante la confrontación del pasado, él usa ese mismo proceso para destruir y torturar. Su existencia plantea la pregunta más incómoda: ¿estamos, como sociedad, creando nuestros propios Vecnas a través del descuido emocional, el deterioro de la salud mental y la incapacidad para manejar el trauma colectivo? ¿Qué significa para una entidad metafísica weaponizar la existencia humana misma?

Vecna no simplemente busca conquistar o destruir el mundo físico; su estrategia trasciende la violencia convencional. Al transformar los traumas, miedos y culpas de sus víctimas en instrumentos de autodestrucción, se apropia de lo más íntimo y valioso de la psique humana: la capacidad de sentir, de conectar, de amar, de recordar. Esta visión nihilista donde el sufrimiento se convierte en arma y la vulnerabilidad en debilidad fatal encuentra su antítesis precisamente en la resistencia de quienes se rehúsan a permitir que sus heridas determinen su destino.

Eleven y la construcción del Yo: del objeto al sujeto ético

El viaje interior de Eleven, desde el sujeto de laboratorio, hasta Jane Hopper es quizá la narrativa más profundamente filosófica de la serie. Su lucha encarna la batalla fundamental entre el determinismo, la identidad y la agencia humana. Cuando pregunta «¿soy el monstruo?», está haciendo mucho más que expresar duda: está realizando el acto filosófico fundamental de cuestionar su propia esencia.

Cada temporada representa una etapa en su camino hacia la autoconstrucción ética. En la primera, descubre que puede elegir entre obedecer y proteger. En la segunda, comprende que la identidad no es un destino biológico sino una elección continua. En la tercera, experimenta la tensión entre el deseo individual y la responsabilidad colectiva. Y en la cuarta, debe reconstruirse literalmente desde cero, re-encontrando sus poderes y su auténtica voz moral en la sociedad.

Su proceso refleja la idea existencialista de que estamos condenados a ser libres: no tenemos excusas para no elegir quién somos, incluso cuando nuestras circunstancias parecen determinarnos por completo y alejarnos de ese cometido.

Hawkins como microcosmos social: donde lo personal se encuentra con lo político

El pueblo de Hawkins funciona como un laboratorio social donde se enfrentan distintas visiones éticas. Joyce Byers representa la ética del cuidado en su forma más pura: un sistema moral que privilegia las relaciones concretas sobre principios abstractos. Su verdad no se deriva de teorías ni instituciones, sino del amor maternal que le permite creer en lo imposible y desafiar toda lógica convencional.

Frente a ella, Jim Hopper personifica la compleja evolución desde una ética de la ley y el orden hacia una ética de la responsabilidad contextual. Como jefe de policía, comienza creyendo en los sistemas establecidos, pero pronto descubre que las instituciones destinadas a proteger a los ciudadanos pueden ser las mismas que los traicionan. Su transformación muestra cómo la auténtica autoridad moral nace no del cargo sino de la disposición a asumir responsabilidad personal por el bien común.

Mientras tanto, el grupo de amigos encarna lo que el filósofo inglés Alasdair MacIntyre (1929-2025) llamaría una “ética de la virtud comunitaria”: un sistema moral que no se funda en la obediencia a leyes universales o principios racionales abstractos, sino en las prácticas encarnadas, los hábitos compartidos y las fidelidades que configuran una forma de vida común. En este sentido, el vínculo que une a los personajes no es meramente afectivo sino moral, pues cada quien encuentra en el otro/otra el reflejo de un bien que sólo puede alcanzarse colectivamente.

La amistad, así concebida, se convierte en el ámbito donde la virtud adquiere sentido: la valentía, la honestidad o la perseverancia no son atributos individuales, sino manifestaciones de una identidad compartida que se consolida en la acción conjunta. Es precisamente esta red de confianza y compromiso lo que les permite resistir al caos o a lo sobrenatural; al enfrentar el mal, no recurren a normas externas, sino a una comprensión tácita de lo que significa actuar bien en compañía.

En su pequeña comunidad se revela, por tanto, una dimensión ética que trasciende la mera supervivencia y se aproxima a una forma de bien común que sólo una comunidad virtuosa y sana puede sostener. En consecuencia, la victoria de las y los protagonistas no es meramente el cierre de un portal interdimensional, sino la afirmación radical de que la humanidad, en su fragilidad compartida, en su identidad diversa y su determinación colectiva, posee una fortaleza que ningún trauma ni experiencia desgarradora pueden conquistar.

Hacia la quinta temporada: la batalla final por el espíritu humano

Al aproximarnos al final, la pregunta crucial no es técnica -cómo derrotarán a Vecna o quién está detrás de todo- sino ética: qué tipo de seres habrán devenido en el proceso. La serie ha preparado el terreno para una confrontación que trasciende lo físico y se convierte en una batalla de cosmovisiones. De un lado, la filosofía de Vecna: un nihilismo elegante y cruel que ve la compasión como debilidad y el poder como único valor real. Del otro, el frágil pero persistente ecosistema moral construido por la comunidad de personajes: imperfecto, caótico, pero fundamentado en la creencia de que algunas conexiones valen más que la supervivencia misma.

La verdadera victoria no consistirá en cerrar el portal dimensional, sino en demostrar que la humanidad -con todas sus contradicciones, vulnerabilidades y capacidades para el amor- merece preservarse. En este sentido, Stranger Things se revela como una meditación profundamente esperanzadora: que nuestra mayor fuerza no yace en poderes sobrenaturales o figuras externas, sino en esa misteriosa capacidad para elegir el cuidado mutuo incluso frente al horror absoluto.

La grieta en Hawkins puede ser finalmente sellada, pero las preguntas que abrió sobre ética, identidad y responsabilidad comunitaria continuarán resonando mucho después de los créditos finales.

Disfrutemos esta maravillosa serie que ya está por concluir.

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