Miguel Huerta
Existe en la derecha política contemporánea (en donde sea que exista) una patología fundamental que trasciende sus propuestas concretas y se instala en el núcleo mismo de su arquitectura ideológica. No se trata simplemente de posturas con las que se puede estar o no de acuerdo, sino de una estructura de pensamiento edificada sobre contradicciones ontológicas que merecen ser diseccionadas con rigor filosófico y crudeza social.
La primera gran mentira fundacional reside en su concepción de la libertad. Proclaman una devoción casi mística por las libertades individuales mientras construyen sistemáticamente los andamios de un control social meticuloso. Hablan de libertad económica absoluta, esa fantasía omnipresente en sus vidas en donde las corporaciones transnacionales deben operar sin las ataduras de las regulaciones estatales, pero simultáneamente pretenden organizar los cuerpos, los afectos, los deseos y las trayectorias vitales de las personas. Esta esquizofrenia ideológica revela su verdadero rostro: no aman la libertad en abstracto, aman el privilegio. La libertad que defienden es la libertad de la propiedad, del capital, de la herencia, mientras niegan la libertad sustantiva de quienes nacen sin esos atributos.

Frente a este proyecto de dominación, el antifascismo emerge no como una posición partidista sino como un imperativo ético. El antifascismo representa la conciencia social organizada contra toda forma de opresión, la memoria viva de lo que ocurre cuando el odio se institucionaliza y la resistencia activa contra la normalización de discursos que deshumanizan a los + vulnerables. No se limita a combatir las manifestaciones extremas del fascismo histórico, sino que confronta la deriva autoritaria latente en proyectos derechistas que, bajo un ropaje democrático, erosionan instituciones, atacan la prensa independiente y alimentan la polarización social (en México y en LATAM, bien reconocemos estas estrategias derechistas rancias). El antifascismo es el anticuerpo social que reconoce que la libertad no se negocia con quienes quieren suprimirla y que la tolerancia no puede extenderse a los intolerantes sin autodestruirse. No por nada, ni es gratuito, que el régimen fascista de Trump haya nombrado al movimiento antifascista (antifa) como un grupo terrorista. Ese miedo fascista ya lo conocemos, no hay nada nuevo bajo el sol, pues ya sabemos cómo acaba el fascismo: colgado de los pies.

El fetichismo de la tradición constituye otra trampa conceptual de la derecha profundamente reaccionaria. Presentan como valores eternos lo que no son más que construcciones históricas al servicio de jerarquías establecidas. La familia tradicional, los roles de género, la moral sexual (que la Iglesia católica y otras organizaciones religiosas, por ejemplo, proclaman cada que pueden y cuando sus privilegios de fantasía se ven afectados), esos supuestos pilares inmutables han demostrado ser extraordinariamente flexibles cuando conviene a los intereses del poder (su poder). La tradición que invocan es siempre selectiva, una tradición edulcorada que olvida deliberadamente que lo que hoy consideramos progreso social fue en su momento una ruptura radical con esas mismas tradiciones.
Quizá la contradicción más obscena se manifiesta en su relación con el individualismo. Predican la auto-suficiencia, el emprendimiento y la responsabilidad personal con fervor cuasi-religioso cuando se trata de justificar recortes al estado de bienestar y oposición a políticas redistributivas. Esta narrativa del emprendedor como héroe social se desmorona espectacularmente cuando observamos cómo esas mismas voces exigen rescates estatales para grandes corporaciones. Ahí se les olvida todo. Han perfeccionado el arte del capitalismo socialista para los ricos y el darwinismo social para los pobres. Por supuesto, todo cuando les conviene (el caso reciente de Salinas Pliego en México se ha vuelto un meme y un ejemplo risible de su propia historia).
Por otro lado, el nacionalismo que profesan completa este cuadro de incoherencia moral. Cierran fronteras a personas mientras las abren de par en par al capital (la historia reciente de los gobiernos derechosos europeos y el rancio MAGA del trumpismo es lo mismo, nada más cambia el nombre). Lloran por la baja natalidad nacional mientras rechazan con xenofobia elegante a quienes buscan un futuro mejor. Defienden la vida intrauterina con pasión desbordante mientras permanecen cínicamente indiferentes ante las vidas perdidas en el Mediterráneo, en Gaza, en Latinoamérica o África.

Los efectos sociales de este proyecto son profundamente corrosivos. Generan sociedades fracturadas donde la solidaridad se convierte en un bien escaso y la desconfianza en la persona, sea quien sea, se eleva a virtud cívica. Naturalizan la desigualdad hasta convertirla en paisaje moral, nos acostumbran a la injusticia hasta que parece un destino.
Frente a esta maquinaria ideológica perfectamente aceitada, nuestra tarea intelectual no puede ser la de la complacencia o el diálogo cortés. Exige una crítica implacable que desnude estas contradicciones, que muestre el abismo entre su retórica grandilocuente (dinamitada por el dinero y el capital) y sus efectos concretos en la vida de las mayorías. La derecha no es una alternativa política legítima entre otras; es la racionalización de privilegios que hoy nos conduce hacia el abismo. Nuestra responsabilidad ética es nombrar esta realidad sin eufemismos, porque sólo la verdad, por cruda que sea, puede ser el primer paso hacia la construcción de una auténtica alternativa. Hacia la utopía.
La izquierda, históricamente, ha perseguido esa utopía donde la justicia social y la equidad sean los pilares de la vida en común. Su visión anhela un mundo sin opresión ni desigualdades extremas, en el que los recursos se distribuyan con base en la necesidad y no en la acumulación desmedida de algunos (como bien lo señala y proclama la derecha). Esta aspiración utópica se alimenta de la idea de que la cooperación y la solidaridad pueden superar el egoísmo individual, generando sociedades más humanas, conscientes y sostenibles.
1 comentario