Fascismo: patrones éticos de una ideología mortífera y su amenaza permanente

Miguel Huerta

A raíz de los acontecimientos políticos mundiales, que desde el primer periodo de mandato de Trump han resurgido violentamente, hay un fantasma que vuelve de vez en cuando: el fascismo.

El fascismo comparte características estructurales extremistas con otras ideologías como el maniqueísmo, que divide el mundo entre «nosotros» puros y «ellos» malvados; el utopismo, que promete un mundo perfecto tras la eliminación del enemigo; y la intolerancia absoluta hacia cualquier forma de disenso.

Éticamente, tanto el fascismo como otras ideologías extremas comparten la justificación del mal presente por un bien futuro imaginado (MAGA, como ejemplo más patético y el mileismo libertario), la deshumanización sistemática del adversario (xenofobia a grandes pasos) y el culto a la violencia como instrumento redentor (la derecha y el sionismo). Estos patrones éticos, independientemente del color ideológico, siempre conducen a la misma tragedia humana.

Vigilancia ética permanente

Es crucial comprender que el fascismo no murió en 1945. Como fenómeno político, muestra una capacidad alarmante para resurgir cuando las democracias se debilitan, cuando las crisis económicas generan miedo e incertidumbre, y cuando los líderes demagógicos encuentran eco en sociedades fragmentadas.

Nuestra responsabilidad ética colectiva es mantener viva la memoria histórica y cultivar sistemáticamente el pensamiento crítico que nos permita reconocer estos patrones antes de que sea demasiado tarde. La educación en valores democráticos, el respeto por la diversidad y la defensa de los derechos humanos constituyen nuestros antídotos más eficaces.

Como señalamos al principio, el fascismo no surge de la nada. Sus raíces se encuentran en un cuerpo de pensamiento que rechaza la ilustración, la razón crítica y el pluralismo democrático. Como ha documentado extensamente la historiografía moderna, el fascismo bebe de fuentes oscurantistas que incluyen el irracionalismo bergsoniano, el darwinismo social pervertido, el nacionalismo étnico exacerbado y la filosofía de la voluntad de poder interpretada de manera sesgada.

Autores como Mark Bray en su análisis de los movimientos antifascistas (Antifa: El manual antifascista) han demostrado que el fascismo histórico surgió cuando las democracias liberales perdieron legitimidad, cuando los conflictos de clase se agudizaron, y cuando los intelectuales desencantados buscaban un nuevo orden totalizante. La crisis de 1929, la humillación de Versalles (en el caso alemán) y la fragmentación política ofrecieron un terreno fértil para que las ideas fascistas germinaran.

Fascismo, fundamentalismo y la búsqueda de absolutos

El fascismo, como el fundamentalismo religioso, se caracteriza por la búsqueda de una verdad absoluta, incuestionable y totalizante. Ambos comparten una estructura psicológica y ética similar: la división maniquea del mundo, la intolerancia hacia la alteridad, la necesidad de un líder carismático que encarne la verdad, y la justificación de la violencia como medio purificador.

La diferencia crucial no es estructural sino contextual: el fascismo es fundamentalismo político-nacional, mientras que otros fundamentalismos pueden ser religiosos, étnicos o económicos. Sin embargo, todos comparten el rechazo de la pluralidad, el escepticismo crítico y el compromiso democrático. Esta realidad ética universal explica por qué las democracias liberales enfrentan amenazas no solo del fascismo tradicional, sino de cualquier movimiento que politice absolutismos y deseche la negociación como herramienta legítima de convivencia.

La amenaza presente: fascismo en el siglo XXI

El error más peligroso en las democracias occidentales contemporáneas es creer que el fascismo es un fenómeno histórico superado. Nada más alejado de la verdad. En el siglo XXI hemos presenciado el resurgimiento de movimientos fascistas o cuasifascistas en Europa, América y otras regiones. El nacionalismo étnico exacerbado, la demonización de minorías, la desconfianza hacia las instituciones democráticas, la polarización extrema del discurso público y el culto a líderes demagógicos son señales de alerta que no podemos ignorar. Y ejemplos de ello hay muchos.

Las redes sociales y la desinformación tecnológicamente amplificada(como Twitter/X que se ha convertido en una red tóxica) han creado nuevos vectores para la propagación de ideas fascistas. La crisis económica, el cambio climático, las migraciones masivas y la pandemia global han generado el miedo e incertidumbre que los demagogos necesitan para florecer. En este contexto, la vigilia ética permanente no es un lujo intelectual, sino una necesidad existencial para cualquier democracia que desee sobrevivir.

Construcción de resistencia ética colectiva

Si el fascismo es una amenaza permanente derivada de patrones psicológicos y éticos profundos en la naturaleza humana, entonces la única defensa válida es el fortalecimiento sistemático de valores democráticos y humanistas. Esta resistencia debe ser colectiva, transversal a las divisiones políticas convencionales y profundamente arraigada en la educación.

Cuatro pilares fundamentales sostienen esta resistencia: primero, la educación crítica que enseñe a ciudadanos y ciudadanas a cuestionar narrativas más que a aceptarlas como verdades absolutas; segundo, el cultivo de la empatía activa hacia la diferencia y el reconocimiento de la dignidad universal del otro/otra; tercero, la defensa institucional robusta de derechos fundamentales, libertad de prensa e independencia judicial; y cuarto, el rechazo sistemático a la polarización y el cultivo del diálogo como herramienta principal de resolución de conflictos.

Mas aún, como sugieren teorías contemporáneas del activismo y la resistencia, la confrontación del fascismo no puede ser meramente defensiva. Requiere la construcción de alternativas organizativas, imaginativas y económicas que demuestren que la pluralidad no es debilidad, sino fortaleza. Las comunidades locales, los movimientos sociales inclusivos y las redes de solidaridad constituyen los espacios donde la resistencia ética real florece.

Conclusión: la vigilancia ética como imperativo histórico

El fascismo no es un espectro del pasado sino un horizonte permanente de posibilidad en las democracias frágiles. Su derrota en 1945 no fue definitiva porque sus raíces éticas están profundamente enterradas en la psicología humana: el deseo de absolutos, la búsqueda de identidad a través del enemigo, la tentación de delegar pensamiento crítico en líderes carismáticos, y la justificación del mal presente por promesas de futuro perfecto.

Cada generación debe renovar el compromiso con valores democráticos, no como un asunto de ceremonias civiles, sino como praxis diaria de resistencia ética. Esto significa enseñar a nuestros hijos a pensar críticamente, a respetar la dignidad de quienes no comparten nuestras opiniones, a defender las instituciones que protegen libertades, y a reconstruir constantemente los puentes de solidaridad que la polarización destruye.

La vigilancia ética permanente no es un acto opcional o nostálgico. Es la condición más fundamental de existencia para cualquier sociedad que desee llamarse verdaderamente demócrata. En tiempos de incertidumbre, cuando los poderes demagógicos se multiplican y los viejos valores parecen insuficientes, nuestra responsabilidad es reclamar la ilustración, la razón y la humanidad como únicas armas efectivas contra la barbarie fascista.

Para reflexionar: ¿Qué valores éticos concretos debemos fortalecer en nuestra sociedad para inmunizarla contra las tentaciones fascistas? ¿Cómo podemos construir una resistencia ética colectiva que trascienda las divisiones políticas convencionales?

Para profundizar un poco más:

Wikipedia

Vice

La sexta

Público.es

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