Opinión. Más allá de la empatía. Por una inclusión real en América Latina

Miguel Huerta

Cada 3 de diciembre conmemoramos el Día Internacional de las Personas con Discapacidad. Mientras las redes sociales se llenan de mensajes de solidaridad y buenas intenciones, es un momento crucial para preguntarnos, desde la filosofía y la ética, si estos gestos se traducen en una inclusión real y tangible.

En el contexto de México y América Latina, esta reflexión adquiere una urgencia particular, donde la discapacidad se cruza con profundas brechas de desigualdad económica, sistemas de salud frágiles y una persistente cultura del capacitismo. La consigna de este año, impulsada por la ONU, nos invita a “Fomentar sociedades inclusivas para impulsar el progreso social”. Un progreso que será siempre ilusorio e incompleto si deja atrás a más de 1.300 millones de personas con discapacidad en el mundo, una población que en nuestra región enfrenta una doble o triple exclusión.

La magnitud del desafío queda en evidencia al observar los datos globales. Las personas con discapacidad no sólo enfrentan barreras físicas o actitudinales, sino desventajas sistémicas que limitan severamente sus vidas. Tienen una probabilidad significativamente mayor de vivir en pobreza, un estatus que a su vez profundiza y complica la experiencia de la discapacidad.

En el ámbito laboral, sufren una discriminación estructural que se manifiesta en salarios más bajos y una alta concentración en la economía informal, sin acceso a seguridad social ni derechos laborales básicos. Su salud también está en mayor riesgo, con el doble de probabilidades de desarrollar condiciones como depresión, diabetes o enfermedades cardíacas. Quizás el dato más crudo es que, en algunos casos, su esperanza de vida puede ser hasta 20 años menor, y hasta la mitad de ellas en el mundo no pueden costear la atención sanitaria que necesitan. Estas no son meras estadísticas; son el reflejo de un fracaso ético colectivo.

En América Latina y México, esta realidad global se agrava por un contexto de desigualdad estructural. Aunque los datos regionales específicos son limitados, podemos vislumbrar la gravedad al observar realidades comparables. Por ejemplo, en Europa, la brecha de empleo entre personas con y sin discapacidad alcanza los 40.5 puntos porcentuales, y casi dos tercios de este colectivo se encuentra inactivo. En una región donde la informalidad laboral es la norma para amplios sectores de la población, es plausible que la exclusión del mercado formal para las personas con discapacidad sea aún más severa. Asimismo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha alertado en 2025 que los sistemas de financiamiento de la salud suelen fallarles, dejándolas con costos catastróficos y sin cobertura para tratamientos o dispositivos de asistencia esenciales. Esto convierte el derecho a la salud en un privilegio inalcanzable para muchos.

Frente a este panorama, debemos realizar una crítica social severa a lo que podríamos llamar la “inclusión de fachada”. Vivimos en una era de alta conciencia social mediada por pantallas, donde la diversidad es un valor discursivo corporativo y las campañas de sensibilización son abundantes. Sin embargo, existe el riesgo de que esto se convierta en un mero virtue signalling o señalización de virtud, un performance de empatía que no altera las estructuras injustas. Una señal de este divorcio entre el discurso y la realidad es la creciente desconfianza del público.

Un estudio sobre tendencias en redes sociales para 2025 indica que en México como en LATAM el 77% de los usuarios prefiere la reseña de una persona “común” a la recomendación de un influencer masivo, anhelando autenticidad. Este mismo anhelo debe aplicarse al activismo: ¿estamos escuchando y cediendo protagonismo a las voces genuinas de las personas con discapacidad o estamos consumiendo un relato ilusorio y mediado por terceros?

Por ello, la filosofía nos exige transitar de una ética basada en la empatía abstracta o la lástima, hacia una ética de la inclusión concreta. Este enfoque se centra en las acciones y sus consecuencias materiales. El primer paso es el más fundamental: centrar y amplificar las voces de las personas con discapacidad en el diseño de todas las políticas que les afectan, desde el urbanismo hasta la salud, tal como recomienda la OMS. En segundo lugar, implica desmantelar activamente el “capacitismo”, es decir, el sistema de prejuicios y prácticas que considera a las personas con discapacidad como menos valiosas o capaces, y que está incrustado en nuestras leyes, instituciones e interacciones cotidianas. Un tercer pilar es la inversión presupuestaria real. La inclusión tiene un costo, y los gobiernos deben presupuestar explícitamente la accesibilidad universal, desde el transporte público hasta los portales web gubernamentales. Finalmente, se trata de promover la autonomía y no la dependencia. Como bien ilustran las personas con discapacidad y sobre todo atletas paralímpicos en sus denuncias, ayudar sin preguntar puede ser un acto violento que anula la agencia del otro/otra. La verdadera inclusión se basa en el respeto y la creación de condiciones para que cada persona decida y actúe por sí misma.

El camino hacia sociedades genuinamente inclusivas en Latinoamérica requiere de un compromiso que vaya más allá de un día de conmemoración. Eventos como la Cumbre Regional de Latinoamérica y el Caribe sobre Discapacidad, celebrada a finales de 2024 en preparación para la cumbre mundial de 2025, son espacios cruciales para traducir la reflexión en acuerdos y acciones políticas concretas. Como ciudadanos, nuestro deber ético es exigir que esos compromisos se cumplan y, sobre todo, transformar nuestro entorno inmediato.

La inclusión no es un tema sectorial, sino la medida más radical de justicia de una sociedad. Una comunidad que segrega, que niega oportunidades dignas y que pone el precio de la salud y la movilidad más alto a quienes ya enfrentan mayores desafíos, no puede considerarse desarrollada ni humana. En este día, la invitación es a pasar del hashtag a la acción, a preguntarnos qué barreras físicas, económicas y mentales podemos ayudar a derribar hoy mismo, porque un progreso social que deja a alguien atrás, en el fondo, no progresa hacia nada valioso.

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