Miguel Huerta
En el paisaje de la crítica social cinematográfica, pocas obras han logrado diseccionar con tanta precisión y ferocidad la psicopatología del privilegio como American Psycho (2000). Más allá de su lectura inicial como thriller sobre un asesino serial, la película de Mary Harron se erige como un tratado filosófico incómodo y necesario. Nos obliga a cuestionar: ¿en un sistema donde el valor humano se reduce a la posesión y el estatus, dónde reside la moral? ¿Se convierte la ética en un obstáculo superfluo para aquellos cuyo poder les otorga una impunidad no sólo legal, sino existencial?

Patrick Bateman (Christian Bale) no es un monstruo que se esconde en los márgenes de la sociedad; es su producto estrella y su violencia es el síntoma extremo de un mundo donde el privilegio económico crea una realidad paralela, amoral y autónoma. Ahora los asesinos usan traje y corbata, y trabajan en oficinas, y hasta pueden llegar a gobernar naciones enteras.
La despersonalización como producto del capitalismo tardío
La filosofía existencialista, de Sartre a Heidegger, habla de la angustia de construir una identidad auténtica. Bateman representa la antítesis postmoderna de este problema: su identidad es un collage de marcas y protocolos sociales. No tiene un “yo”; tiene un traje de Ermenegildo Zegna, una tarjeta de visita con tipografía Bone, y una reserva en Dorsia. El famoso monólogo inicial (“Yo soy Patrick Bateman…”) es una lista de atributos consumibles, no de características personales.
Este vacío identitario es consecuencia directa de un privilegio que lo exime de cualquier necesidad real. No lucha por la supervivencia, ni por el reconocimiento como ser único; lucha por una perfección estética dentro de un código preestablecido. El privilegio aquí no es solo riqueza, es la liberación de la necesidad de ser alguien. Como señala el pensador Byung-Chul Han, en la sociedad del rendimiento, el sujeto se explota a sí mismo creyendo ser libre. Bateman es el esclavo perfecto: su cárcel es de cristal y su uniforme, de Armani.
La ética como inconveniente social (y la impunidad como derecho tácito)
La película funciona como una demostración práctica de la “teoría de la licencia moral” (moral licensing). Este sesgo psicológico sugiere que hacer algo “bueno” (o pertenecer a un grupo percibido como “correcto”) permite luego actuar de manera cuestionable sin culpa. Bateman y sus colegas se perciben a sí mismos como los triunfadores, los creadores de valor, los elegidos. Este estatus social y económico actúa como una licencia moral perpetua que normaliza primero la indiferencia (“¿No es confuso? A veces también me confunden con Marcus Halberstam”) y luego allana el camino para transgresiones mayores.
La investigación del detective Kimball no fracasa por la astucia de Bateman, sino por el escudo social del privilegio. La idea de que “un hombre de su posición” pueda ser un monstruo es literalmente inconcebible para el sistema. La famosa línea “No quiero verme metido en esto” del abogado de Allen es la clave: la verdad es menos importante que la preservación del ecosistema de poder. La impunidad no es un accidente; es un feature del sistema. Los ricos, nos dice la película, no solo pueden cometer crímenes, sino que la estructura social se auto-corregirá para ignorarlos, porque reconocerlos sería cuestionar sus propios cimientos.
La fantasía como único espacio de “autenticidad” y el cuerpo como última frontera
En un mundo donde todo es intercambiable (identidades, mujeres, amistades), la violencia se convierte para Bateman en el único acto que siente como real, propio y transgresor. Es su grotesca búsqueda de autenticidad. Las fantasías homicidas no son solo pulsiones de muerte; son la respuesta patológica a una vida de pura superficie. El filósofo Jean Baudrillard, en Cultura y Simulacro, habla de lo hiperreal: un mundo donde los signos han sustituido a la realidad. Bateman vive en lo hiperreal (sus tarjetas, sus rituales). Su violencia es un intento desesperado y fallido de tocar algo «real», de dejar una huella en un mundo que borra toda individualidad.
El cuerpo de sus víctimas se convierte en el último territorio a conquistar, el único lienzo donde su “creatividad” no puede ser imitada o superada por un colega. Es la perversión final del privilegio: cuando has consumido todos los objetos, el sujeto se convierte en el último objeto de consumo. La ética kantiana, que insta a tratar a las personas siempre como fines y nunca como medios, es aquí sistemáticamente aniquilada. Las personas para Bateman son medios para su gratificación estética, sexual o para la afirmación de su poder ilusorio.
La cosificación de la mujer
Si los hombres en American Psycho están reducidos a sus posesiones materiales, las mujeres sufren una cosificación aún más radical: se convierten en un tipo específico de mercancía dentro del catálogo de lujo del yuppie. La película no sólo critica la misoginia de Bateman, sino que expone cómo el sistema de privilegio capitalista y patriarcal transforma a las mujeres en signos intercambiables, cuyo valor depende de su utilidad para el proyecto estético y social del hombre.
Podemos identificar tres categorías sobre este aspecto:
1. La mujer-ornamento (Evelyn y Courtney): representadas por la prometida Evelyn y la amante Courtney, su función es ser accesorios de estatus. Son bellas, superficiales y socialmente impecables. Su conversación es un eco vacío de la de los hombres (“¿Vas a ir al desfile de moda de Trump?”). No se las valora por su subjetividad, sino por su capacidad de reflejar y realzar el éxito de Bateman. Son, en esencia, “marcas” andantes (como las modelos que desfilan en sus escenas) que certifican la heterosexualidad y posición social del hombre.
2. La mujer-servicio (Jean): la secretaria Jean encarna otra categoría: la mujer como proveedora de atención emocional y logística no remunerada. Su afecto genuino y su humanidad son percibidos por Bateman con una mezcla de perplejidad y desprecio. Él la ve como un recurso más (“Es una secretaria leal”), pero su bondad lo desconcierta porque no entra en su lógica de intercambio mercantil. Es la única que podría ver detrás de la máscara, pero el sistema la mantiene en una posición de subalternidad que le impide actuar.
3. La mujer-cuerpo (prostitutas y víctimas): este es el escalón final de la codificación: la reducción a puro objeto físico para el placer o la destrucción. Las mujeres que Bateman contrata o ataca son literalmente cuerpos desechables. Su individualidad es borrada; son intercambiables, despersonalizadas y existentes solamente para satisfacer sus impulsos (sexuales y homicidas). La escena entre las dos mujeres es particularmente reveladora: ellas son tratadas como juguetes animados, posicionadas y observadas como parte de un espectáculo narcisista. Su humanidad es anulada.
Esta cosificación es la base que permite y normaliza la violencia. La teoría feminista, especialmente la de autoras como Andrea Dworkin o Catharine MacKinnon, analiza cómo la cosificación de la mujer en la cultura (publicidad, pornografía) crea un clima donde la violencia contra ellas se ve como una extensión del consumo, no como una agresión contra un sujeto.
Bateman no “odia” a las mujeres en un sentido pasional tradicional; las consume. El asesinato de la prostituta Christie es precedido por un comentario sobre su “cuerpo duro”. El acto violento es la culminación lógica de una mirada que ya las había convertido en objetos. El privilegio de Bateman le otorga el acceso económico a estos cuerpos (mediante dinero) y, en su delirio, la licencia moral para destruirlos, ya que en su mundo, lo que se compra, se puede romper.

Por otro lado, en la escena del hacha, cuando asesina a Elizabeth (la modelo que se lleva a su apartamento) es el ejemplo más gráfico. Mientras él, sudoroso y en calzoncillos, comete el crimen más bestial, la televisión emite el mensaje ascético y espiritual de Ronald Reagan. La yuxtaposición es brutal: el discurso público de valores tradicionales y éxito americano coexiste sin fricción con la barbarie privada. La mujer es el sacrificio oculto en el altar del sueño americano yuppie.
Conclusión
Por tanto, la cosificación de la mujer no es un subproducto de la psicopatía de Bateman, sino la condición de posibilidad de su mundo. El privilegio que analizábamos antes (económico, social, masculino) requiere de un “otro” cosificado, consumible y desechable para afirmarse. La violencia de Bateman es la realización monstruosa, pero coherente, de una lógica social que ya había anulado la humanidad de las mujeres, transformándolas en el último y más oscuro espejo del vacío existencial del propio verdugo. En American Psycho, el horror no es que un hombre mate mujeres. El horror es que un sistema haya hecho que, para él y para los que lo rodean, esas mujeres nunca hayan sido completamente personas.
¿Hasta qué punto esta cosificación de la mujer como mercancía de lujo o cuerpo desechable sigue operando hoy, no en un asesino psicópata, sino en las dinámicas del consumo, la publicidad y las relaciones de poder en nuestra sociedad? ¿Es Bateman un monstruo excepcional o el espejo de nuestro contrato social?
American Psycho no es una advertencia sobre un psicópata que podría estar entre nosotros. Es un diagnóstico sobre un sistema que produce psicópatas funcionales como modelo de éxito. El privilegio económico, en su expresión más pura, crea una burbuja ontológica donde las reglas comunes no aplican, donde la empatía es una debilidad y la moral, un adorno.
La genialidad de la película (y su pertinencia duradera) reside en su ambigüedad final. Si los crímenes fueron “reales” o no es, filosóficamente, irrelevante. Lo que es real es el contrato social retratado: un pacto tácito entre los poderosos para ignorar la barbarie, confundirla con excentricidad y proteger el sistema a toda costa. Bateman no es la excepción; es la regla llevada a su conclusión lógica. Nos invita a preguntarnos: en nuestra propia sociedad, ¿qué atrocidades estamos dispuestos a ignorar, a normalizar o a no ver, con tal de no cuestionar los privilegios que las sustentan?
El hacha de Bateman corta cuerpos y también corta de tajo la hipocresía de un mundo que vende su alma al mejor postor y luego se sorprende cuando el comprador decide destruirla.