Opinión. Cristianismo y poder

Miguel Huerta

Hay algo profundamente perturbador, a mi juicio, en escuchar “Que Dios bendiga América” como colofón retórico a discursos que promueven exclusión, muros fronterizos o deportaciones masivas. Esto no es una simple contradicción dialéctica, sino una auténtica traición teológica que vacía de sentido el núcleo del mensaje cristiano. Lo hemos visto en la retórica trumpista actual, en los sermones de tele-evangelistas convertidos en operadores políticos y en gabinetes gubernamentales que exhiben símbolos cristianos mientras implementan agendas diametralmente opuestas a los fundamentos del evangelio. Este fenómeno, aunque con raíces históricas, ha alcanzado hoy una sofisticación mediática y una eficacia política sin precedentes.

Las élites políticas de derecha, especialmente en Estados Unidos y extendiendo su influencia en América Latina, han perfeccionado un kit de herramientas discursivas que transforma el cristianismo de una fe revolucionaria en un instrumento de control ideológico. Su primer y más efectivo mecanismo es la maldición del nacionalismo sagrado: toman el concepto bíblico de “pueblo elegido” y lo aplican de manera exclusiva a la nación-estado moderno, convirtiendo políticas de fronteras cerradas y excepcionalismo cultural en supuestos “designios divinos”. La ironía es monumental cuando recordamos que el Jesús que dijo “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36) es utilizado para santificar proyectos de poder terrenal completamente ajenos a su mensaje de reino incluyente y de servicio a las personas más necesitadas y vulnerables.

Este nacionalismo sacralizado se complementa con una teología del “Dios de los fuertes” que representa quizá el giro más cínico en esta apropiación. Según esta lógica perversa, la prosperidad material y el poder político se convierten en señales inequívocas del favor divino, invirtiendo completamente las bienaventuranzas que declaraban dichosos a los pobres, a los que lloran, a los perseguidos. El Dios de los evangelios, que nació en un pesebre, que fue migrante y murió en una cruz, es transformado en un garante del éxito de los ya poderosos, legitimando así desigualdades estructurales bajo un manto de pseudo-bendición (teología del éxito y la prosperidad).

Paralelamente, observamos la reducción sistemática del evangelio a guerras culturales mediáticas. Una tradición milenaria con profetas que clamaban por justicia social y un Mesías que priorizaba a las y los marginados es reducida a tres o cuatro temas de polarización instantánea. El cristianismo se convierte así en una marca registrada para oponerse a derechos reproductivos o identitarios, guardando simultáneamente un silencio cómplice ante la injusticia económica, la crisis ecológica, la corrupción política o la violencia estatal. Es el mismo patrón farisaico que Jesús denunció: enfatizar lo accesorio mientras se olvida lo esencial de la justicia, la misericordia y la solidaridad.

Este proceso culmina en el mesianismo político más peligroso, donde el líder se presenta no como servidor público, sino como ungido providencial, como salvador nacional en tiempo de crisis. Esta narrativa sacraliza la política y anula el pensamiento crítico, cuando la verdadera esperanza cristiana debería generar precisamente una saludable distancia crítica ante cualquier poder temporal. La cruz, símbolo máximo de solidaridad divina con el sufrimiento humano, se convierte así en mero accesorio de mítines donde se promueven políticas que generan más sufrimiento, en una contradicción que debería escandalizar a cualquier conciencia cristiana auténtica.

Frente a esta instrumentalización, necesitamos recuperar y mantener el escándalo original del cristianismo, que no residía en defender el orden establecido, sino en cuestionarlo desde sus mismos cimientos: un Mesías nacido en la periferia de un imperio, una sociedad en donde los primeros son últimos, un mandamiento de amor que incluye al enemigo, una comunidad que compartía bienes en un mundo de acumulación. Hoy ese escándalo ha sido domesticado, y la comunión, acto máximo de unidad, se celebra en iglesias fracturadas por lealtades partidistas.

La salida a esta crisis de credibilidad requiere un coraje profético que muchos y muchas han perdido. Necesitamos recuperar la disidencia que caracterizó a los grandes testigos bíblicos, desde los profetas hasta el propio Jesús, todos críticos radicales del poder establecido. Requiere releer los textos bíblicos desde los márgenes, preguntándonos cómo suena el evangelio en oídos de un migrante, de una familia separada, de personas rechazadas y odiadas por su identidad, de las y los pobres sistemáticamente excluidos, de las mujeres abusadas y explotadas, de las infancias violentadas, de las comunidades y poblaciones arrasadas por la guerra y los conflictos armados. Exige desacoplar definitivamente fe y nacionalismo, reconociendo que el pueblo de Dios es, por definición, transnacional y transcultural. Y sobre todo, implica redescubrir el cristianismo como práctica encarnada, no como identidad grupal vacía; no se trata de “ser cristiano” como etiqueta, sino de seguir el camino de Jesús en la práctica concreta de la justicia y la misericordia.

Al final, la disyuntiva es clara y decisiva: podemos optar por un cristianismo aliado con el poder, que goce de influencia y privilegio social, o podemos elegir una fe que renuncie voluntariamente al poder para mantenerse fiel a su fundador, a aquel que se presentó como igual a todos y todas y que se entregaba a quien lo necesitara, sin fronteras ni muros. 

La pregunta crucial ya no es cómo ganar “batallas culturales”, sino si estamos dispuestos y dispuestas a seguir a un Mesías crucificado en un mundo que sólo adora a los resucitados triunfantes. La credibilidad futura del cristianismo depende precisamente de su capacidad para desvincularse del poder y redescubrir su alma profética, antes de convertirse definitivamente en lo que algunos temen que ya es: una religión que predica humildad mientras practica, sin pudor, la voluntad de poder.

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