Miguel Huerta
En el polvo de una construcción iraní, entre sacos de cemento y manos agrietadas, Majid Majidi nos sitúa frente a una pregunta incómoda: ¿Qué distancia hay entre “ver” a alguien y realmente “reconocerlo”? Baran (2001) es, en efecto, una historia de amor imposible entre un joven iraní y una refugiada afgana disfrazada de hombre, pero bajo esa superficie late una parábola ética radical sobre el trabajo, la hospitalidad y esa mirada transformadora que puede redimirnos cuando la dirigimos hacia quienes viven en los márgenes.

La trama
Lateef, un adolescente iraní despreocupado, trabaja en una obra donde las labores más duras las realizan refugiados afganos sin papeles. Su mundo, limitado a sus pequeños deseos y rivalidades, se fractura cuando descubre que Rahmat, el nuevo y torpe ayudante, es en realidad Baran, una joven que oculta su identidad para poder trabajar en un espacio prohibido a las mujeres.

Lo que sigue no es un romance convencional, sino algo más profundo: la conversión ética de Lateef. Sin declaraciones ni promesas, su amor se expresa en actos concretos de desprendimiento: cede su salario, vende sus pertenencias, asume trabajos peligrosos. Su transformación es silenciosa pero total: pasa de competidor a protector, de indiferente a responsable.
El trabajo como espacio de (in)humanidad
Majidi nos muestra la materialidad brutal del trabajo precario: cuerpos que se doblan bajo sacos de cemento, manos que se agrietan, el miedo constante al despido o la deportación. Los afganos son fuerza laboral fantasmal: indispensables para la construcción, pero legalmente inexistentes.

Lateef inicia con un privilegio, su labor es servir el té, lo que le da cierta seguridad. Su enojo inicial cuando le quitan ese puesto para dárselo a Rahmat encapsula una lógica perversa pero común, ya que en la escasez, cada quien lucha por lo suyo. La película desmonta esa lógica mostrando cómo la verdadera dignidad no surge de escalar sobre otros y otras, sino de reconocer nuestra humanidad compartida en la fatiga, el sudor y la vulnerabilidad.
La hospitalidad ambigua y el cuerpo
Baran retrata con crudeza la condición liminal del refugiado: tolerado mientras sea útil, invisible hasta que moleste. La película evade simplismos: el contratista iraní no es un villano, sino un hombre atrapado entre la compasión y la ley. Esta ambigüedad refleja la hospitalidad condicionada que muchos migrantes enfrentan. Ellos y ellas son acogidos, pero no integrados; necesitados, pero siempre sospechosos.

Cuando Lateef cruza los límites de la obra para buscar a la familia de Baran, descubre un mundo paralelo de mujeres afganas trabajando en el río, extrayendo piedras con las manos. La frontera, nos dice Majidi, no es sólo geográfica, también es de clase, de género, de oportunidad. Lateef elige cruzar esa frontera moral, y en ese cruce se redefine a sí mismo.
Por otro lado, el disfraz de Baran es una metáfora potente, pues para existir en el espacio público, debe negar su identidad. Su silencio no es pasividad, sino supervivencia elocuente. Majidi nos confronta con una paradoja: para mostrar la opresión de la mirada patriarcal, debe primero esconder el cuerpo femenino, sólo para revelarlo después como acto supremo de confianza.
Lateef aprende a leer este cuerpo como texto de resistencia. Su mirada evoluciona de la curiosidad al respeto, aunque la película nos deja una pregunta incómoda: ¿hasta qué punto su protección sigue siendo una forma de paternalismo? Majidi no ofrece respuestas fáciles, sino que nos invita a reflexionar sobre los límites de nuestra propia compasión.
La mirada mística: ver como acto espiritual
Existe en el cine de Majidi lo que podríamos llamar “mirada mística”, una atención profunda a lo cotidiano que revela su dimensión espiritual. No se trata de milagros, sino de presencia: la cámara se detiene en una gota de lluvia, en el barro que cubre unos pies, en el vapor del té, en el encuentro con alguien en el camino.
Lateef vive una educación de la mirada: aprende a ver a Baran no como “mujer” o “afgana” o “trabajadora”, sino como un fin en sí misma. Esta evolución refleja la ética de Lévinas: el rostro del Otro nos interpela y nos exige responsabilidad. En un mundo que nos entrena para ver de manera utilitaria, esta reeducación visual es un acto subversivo.
El amor como kenosis
El amor en Baran sigue la lógica de la kenosis (vaciamiento). Lateef no busca poseer, sino proteger; no exige reciprocidad, sino que se entrega. Vende su documento de identidad, símbolo máximo de pertenencia, para ayudar a quienes no tienen papeles. Se despoja de sus privilegios para dárselos a quienes carecen de ellos.

Este amor agápico (desinteresado) contrasta con nuestro imaginario romántico contemporáneo, obsesionado con la reciprocidad y la satisfacción mutua. Majidi nos propone algo más radical: amar es, a veces, convertirse en puente para que el otro/otra cruce hacia su libertad, aunque eso signifique despojarse completamente y quedarse en la orilla.
Actualidad urgente: migrantes, cuerpos y miradas
Aún hoy, Baran habla con voz profética a nuestra época de crisis migratorias, nacionalismos y deshumanización sistémica. La película nos recuerda que:
- La migración tiene rostro concreto, no es “problema”, sino personas como Baran, con sueños, miedos y dignidad inquebrantable.
- El trabajo puede ser espacio de explotación o de solidaridad, depende de la mirada con que contemplemos a quienes trabajan a nuestro lado.
- La verdadera hospitalidad no es tolerancia condicional, sino reconocimiento incondicional de la humanidad del otro.
Conclusión
“Baran” significa “lluvia” en persa. Como la lluvia, la película nos limpia la vista, lavando los prejuicios que nublan nuestra mirada. Lateef, al final, lo ha perdido todo materialmente, pero ha ganado algo infinitamente más valioso, esa capacidad de ver al Otro/Otra como misterio sagrado que merece cuidado y no como una amenaza o problema.
Majidi nos propone detenernos, dejarnos interpelar y observar en un mundo que nos incentiva a mirar de reojo, con desconfianza o indiferencia. Porque en ese momento en que reconocemos al otro/otra en su plena humanidad (refugiado, pobre, mujer invisible) nos reconocemos también a nosotros mismos, no como islas, sino como parte de ese tejido frágil y hermoso que llamamos humanidad compartida.
Para reflexionar: ¿a quién no estamos viendo en nuestros espacios cotidianos? ¿Qué gesto de “vaciamiento” podríamos practicar hoy para hacer más habitable el mundo para quienes viven en sus márgenes?