Miguel Huerta
Lo que llamamos “teléfono inteligente” ya no es un teléfono. Es un espejo portátil, una plaza pública en miniatura, una máquina de deseo y un panóptico que llevamos voluntariamente en el bolsillo. Su evolución técnica (de ladrillo analógico a lámina de datos) es sólo la superficie de una transformación más profunda: la externalización de la conciencia.
La ilusión de la conexión
En los 90, el SMS (ese primer guiño digital que llamábamos “mensaje de texto”) nos entrenó en el arte de la economía lingüística forzada. Comprimir un suspiro, un reproche o una confesión de 160 caracteres o comunicarnos con emojis que hoy son inentendibles para las nuevas generaciones. Aquel límite no era sólo técnico; era también cognitivo. Moldeó una sintaxis nueva, un idioma de abreviaturas y emoticonos que priorizaba la inmediatez sobre la elocuencia, la eficacia sobre la profundidad. Nos acostumbramos a pensar en píldoras, a reducir la complejidad humana a frases intercambiables.
Pero aquello fue sólo el prólogo. La verdadera revolución, la que aún estamos digiriendo, no fue táctil, sino existencial. No ocurrió cuando el dedo reemplazó al teclado, sino cuando la pantalla dejó de ser un espejo para convertirse en un portal. Cuando se volvió ventana, el mundo dejó de ser un lugar que se habita para transformarse en una interfaz que se navega, en un paisaje de menús, notificaciones, feeds infinitos y realidades aumentadas. El espacio físico se volvió soporte, un escenario en espera de ser activado por el toque de una pantalla.
Aquí reside el salto ontológico. Ya no “tenemos” un smartphone como teníamos un reloj o una libreta. Lo habitamos. Vivimos dentro de su lógica, respiramos su temporalidad (la del eterno presente digital), adoptamos sus ritmos. Nuestra identidad se despliega en sus capas, en perfiles, historias, avatares, huellas. La paradoja de esta era se hace evidente y punzante. Nunca hemos estado más técnicamente conectados, unidos por redes de fibra óptica y satélites, y nunca nos hemos interrogado con más urgencia sobre la autenticidad de ese vínculo.
¿Dónde termina nuestra voz y comienza el eco del algoritmo? ¿Hablamos a través del dispositivo, o el dispositivo, con sus sugerencias, sus filtros, sus lenguajes preconfigurados, habla a través de nosotrxs, moldeando incluso nuestros deseos y descontentos? El smartphone se ha convertido en el primer órgano cognitivo externo, una prótesis de la conciencia que amplifica, filtra y edita la realidad. La pregunta ya no es si estamos conectados, sino qué versión de nosotrxs mismos y del mundo está siendo cableada en ese intercambio constante, silencioso, inevitable.
El bolsillo como templo
Como un daimonion que penetra nuestra alma, ese objeto elegante y estilizado no es neutral. Es el altar de una nueva religión secular a la que podemos llamar dataísmo, donde el dato es el dogma y cada toque es una oración, cada like una confirmación de fe y la atención es la moneda sagrada. Las apps no son herramienta sino rituales, gestos repetidos que estructuran nuestro día, nuestra ansiedad, nuestro deseo de ser vistos.
Lo que se vendió como “liberación” (acceso al conocimiento, trabajo desde cualquier lugar, facilidad en transacciones y otros recursos) trajo consigo una nueva servidumbre: la obligación de estar siempre disponibles, siempre actualizados, siempre performativos. La democratización de la información coincidió con la mercantilización de la intimidad. La desconexión ahora es un pecado mortal.
¿Extensión o amputación?
Marshall McLuhan (1911-1980) decía que los medios son extensiones del hombre. Pero, ¿qué parte de nuestras vidas está siendo amputada para que esta extensión funcione? El smartphone amplifica nuestra capacidad de acceder a información y recursos, pero atrofia la capacidad de profundizar en ello. Nos da el mundo, pero nos quita la posibilidad de aburrirnos: en el aburrimiento nacía la creatividad, la introspección, el yo auténtico. Ahora esto puede desaparecer. Ahora la inteligencia artificial que administramos a través de nuestros teléfonos inteligentes nos está ganando.
La inteligencia artificial en nuestro bolsillo no piensa por nosotros, pero sí piensa sobre nosotros. La IA anticipa deseos, selecciona y recrea realidades, personaliza espejismos. Pagamos con datos lo que creemos que recibimos gratis.
El desafío para nuestra generación no es rechazar la tecnología, sino recuperar la soberanía sobre la atención. Preguntarnos:
– ¿Usamos el dispositivo o el dispositivo nos usa?
– ¿Esta conexión digital enriquece o empobrece nuestra conexión con lo tangible?
– ¿Qué versiones de nuestra propia vida estamos construyendo para estas pantallas, y a qué costo?
El smartphone es la herramienta más poderosa jamás creada y también la más ambigua. En su delgadez se esconde el peso de una pregunta urgente: ¿estamos construyendo un puente al mundo, o un muro que restringe nuestra propia humanidad?
La verdadera innovación no será la siguiente función de la cámara o la velocidad del procesador. Será aprender a apagar. A mirar hacia arriba. A reconquistar el silencio interior en un mundo que ha convertido el ruido en un producto. El siguiente paso evolutivo no es tecnológico, es ético. Usar la conexión sin perder la conexión con nuestra vida e identidad humana.