El nacimiento… en algún lugar de Palestina

Testimonio de Halima, partera voluntaria

Anoche nació un niño en el campo de refugiados. No es noticia, aquí nacen niños cada día. Pero este nacimiento… fue diferente.

Todo empezó cuando llegaron los jóvenes pastores. No pastores de ovejas, claro. Aquí no queda tierra para pastar. Todo ha sido arrasado. Son los chicos que custodian las pocas cabras que sobreviven entre los escombros, cerca del muro. Vinieron agitados, hablando de luces.

“En el cielo, sobre la zona destruida”, decía el más joven, Ahmed. “No eran cohetes, esas luces eran… distintas”.

Los mayores los despidieron con gestos cansados. Luces vemos todas las noches: drones que zumban como moscas metálicas, bengalas, el destello lejano de los bombardeos al norte. Pero estos muchachos insistían en que las luces que vieron eran distintas.

Fue Salma, la anciana que todos respetan, quien dijo: “Algo pasa. Vayan a ver”.

Y así, entre el rumor de que hoy cortarían otra vez el suministro de agua, comenzó.

Yūsuf y Maryam llegaron al anochecer. Él, un albañil de Nazaret que trabajaba reparando lo que los proyectiles destrozan. Ella, a punto de dar a luz, con el rostro marcado por el dolor y la fatiga del viaje. Habían intentado llegar al hospital de la ciudad, pero el checkpoint estaba cerrado “por seguridad”. Un santo que se encontraba descansando por el camino les indicó nuestro campo.

“No hay espacio”, les dije automáticamente al verlos. Y era verdad. Cada tienda, cada habitación improvisada estaba llena de familias desplazadas. Pero Maryam se dobló con una contracción, y su mirada no era de súplica, sino de una resignación profunda, como si ya no esperara nada.

“Abajo”, dijo de pronto Ashraf, el viejo dueño de la tienda de suministros que estaba presente en el momento. “En el sótano, donde guardamos las ayudas. Está frío, pero tiene techo”.

El sótano era una cueva de cemento húmedo. Olía a tierra, a enlatados. Con la luz de nuestras linternas, la electricidad lleva cortada tres días, improvisamos un espacio. Entre cajas de leche en polvo y mantas de la UNRWA, tendimos una colchoneta. Yūsuf, con manos temblorosas, vació una caja para hacer una cuna.

Fue allí, entre provisiones de emergencia, donde el niño nació.

No hubo milagros visibles. Sólo el milagro de siempre. Una mujer que puja, la vida que se abre paso, el primer llanto que es un grito de llegada. Yo lo tomé en mis manos de partera y lo envolví en una kufiya de nuestro pueblo. En la penumbra, parecía irradiar una luz propia.

Los pastores llegaron primero. Los muchachos, incrédulos, se asomaron por la escalera. Traían lo único que tenían: un pequeño tarro de leche de cabra fresca, un pan ácimo, y una rama de olivo arrancada de un árbol que aún resiste cerca del muro. 

“Vimos las luces. Regresamos porque sentimos un llamado”, murmuró Ahmed. “Y seguimos el sonido… el llanto”.

Desde arriba, el zumbido de unos drones era constante. Pero en ese sótano, por un momento, sólo se oía la respiración tranquila y el quejido dulce del recién nacido.

Luego llegaron los otros. Eran el doctor Samir, que cruzó a pie la ciudad para llegar al Campo y al enterarse del parto, fue a buscarnos; también llegó Leyla, la abogada que documenta violaciones de derechos humanos; y el sabio Yasser, nuestro líder espiritual que reparte comida en la mezquita y en las comunidades cercanas.

Trajeron sus regalos. El doctor dejó la última dosis de antibióticos que le quedaba. “Para la madre, por si hay infección”, dijo. Leyla encendió una varita de incienso que llevaba en su bolso. “Para enmascarar el olor a desesperanza”, susurró. Yasser colocó suavemente un frasquito pequeño al lado de la caja-cuna. “Es aceite”, dijo. “De un olivo antiguo. Simboliza que la vida y la muerte van juntas, y que debemos honrar ambas”. Su gesto no era morboso, sino profundamente realista.

La amenaza llegó con el alba. Una noticia por el transistor. Operaciones militares en la zona sur. “Movilización”. Supimos lo que significaba. Más desplazamientos. Más peligro. Más riesgo.

Yūsuf miró a Maryam, y sin una palabra comenzó a empacar lo poco que tenían. “A Egipto”, dijo el doctor Samir, amargo. “Por Rafah. Puedo conseguir un contacto… pero el paso puede cerrarse en cualquier momento”.

Maryam sostuvo a su hijo contra el pecho. La luz de la linterna iluminaba su rostro. En sus ojos no había miedo, sino una determinación feroz. Esta criatura nacida entre escombros y provisiones de emergencia ya era un refugiado, como su padre y su madre, como sus abuelos y abuelas.

Antes de que partieran, la anciana Salma bajó al sótano. Tomó la cara del niño entre sus manos callosas. “Le pondrás Isa”, dijo a Maryam. “Que significa ‘la salvación de Dios’. No porque vaya a traer ejércitos del cielo, sino porque su vida, aquí, ahora, nos recuerda por qué resistimos. Resisitimos por esto. Por la vida”.

Los vieron partir al amanecer, una pequeña familia entre cientos que se movían por caminos polvorientos, con un recién nacido en brazos.

Yo me quedé en el sótano, recogiendo. Encontré la rama de olivo de los pastores. La puse en un vaso con un poco de agua. Y entonces, en el silencio que dejó su partida, lo entendí.

El milagro no fue una estrella, ni ángeles visibles. El milagro fue que, en medio del sitio, del miedo y la ocupación, la comunidad se hizo presente. Los marginados, esos pastores que vinieron, fueron los primeros testigos. Nuestros sabios (el doctor, la abogada, nuestro líder) ofrecieron lo mejor de su ciencia, su justicia y su fe. El refugio estaba, no en un palacio, sino en un sótano compartido.

Ese niño, Isa, nació anoche en este Campo. Nació bajo ocupación. Nació refugiado. Y en su frágil existencia llevaba, y lleva, la esperanza de todo un pueblo. 

La rama de olivo, me dice Salma, está echando raíces en el vaso. Crecerá. Como la terquedad de la vida. Como la esperanza que, contra toda lógica, nace una y otra vez en los lugares más oscuros. Como la vida de nuestro pueblo.

Esa fue mi experiencia. En ese sótano iluminado por linternas, donde por un momento, el miedo se fue ante el asombro de un recién nacido que respiró, y al respirar, dijo sin palabras: “La vida continúa. El amor persiste. Resistan”.

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