El último día del año

Miguel Huerta

Fin de año, cierre de ciclos, apertura de otros… Hay fechas que pesan en nuestro espíritu no por su número, sino por su significado. El último día del año es un ritual colectivo que, bajo el disfraz de festejo y brindis, esconde un ejercicio íntimo y universal: el del balance y la esperanza.

Nos vemos bajo el impulso, casi sin quererlo, de detenernos en el umbral del tiempo. Ya no estamos del todo en lo que fue, pero tampoco hemos entrado en lo que será. En ese limbo, la reflexión de nuestra vida se vuelve espontánea. No se trata únicamente de hacer inventarios de logros y fracasos, como si la vida fuera un negocio. Se trata, más profundamente, de practicar el arte del reconocimiento. Reconocer el cansancio acumulado, honrar las pérdidas como huellas de la vida y experiencias, y agradecer incluso las lecciones que llegaron con dolor y pérdida. Cerrar no es borrar; es doblar con cuidado las páginas leídas, sabiendo que son las que sostienen el volumen de nuestra existencia y dan sentido a las páginas en blanco que esperan.

Este momento de pausa es un regalo en un mundo de ruido incesante. En el silencio entre el año que se va y el que llega, la pregunta esencial cambia. Deja de ser “¿qué quiero lograr?” para transformarse en “¿en qué persona quiero convertirme?”. Ahí reside la cuestión ética por excelencia. Los propósitos suelen orbitar alrededor del hacer, pero la vida significativa se construye desde el ser, desde la intención de cultivar más paciencia, de ejercer una compasión más audaz, empezando por uno mismo, de tener el valor de vivir con mayor autenticidad, aunque eso signifique nadar contra corriente.

El año nuevo, vacío de contenido, es pura potencialidad. Y nuestra libertad, y por supuesto nuestra responsabilidad, reside en cómo respondamos a lo que ese tiempo despliegue ante nuestra vida. Abrir un nuevo ciclo es un acto de esperanza activa, que requiere el desapego del control absoluto y la valentía de ajustar las velas al viento presente, no al que quisiéramos que soplara.

Pero esta reflexión, tan íntima, no ocurre en una burbuja. Terminamos un año que, visto en conjunto, ha sido otro capítulo de un mundo fracturado. Lo personal y lo social son dos caras de la misma moneda. Nuestros cierres y aperturas individuales resuenan en el gran tejido colectivo, ya sea de nuestra cultura, nuestra región, comunidad, ciudad o país. ¿Cómo hacer el balance de un año sin mirar a nuestro alrededor y sin reconocer el peso de las desigualdades que se ahondaron, de los conflictos que siguen desgarrando países y comunidades, de la urgencia ecológica que clama por una responsabilidad a la que aún damos respuestas tímidas? 

La reflexión de fin de año adquiere una dimensión ética ineludible cuando trascendemos nuestro microcosmos. No se trata de cargar con el peso del mundo, sino de reconocer nuestro lugar en él. Cerrar el ciclo también puede implicar soltar la indiferencia, cuestionar nuestros privilegios silenciosos y decidir qué huella queremos dejar en el espacio común que habitamos. La apertura a un año nuevo no es sólo una promesa personal; puede ser un compromiso social sutil pero firme: escuchar más, juzgar menos, consumir con conciencia, aportar con generosidad en nuestra esfera de influencia, por pequeña que sea, participar de procesos comunitarios y de lo que nuestro alrededor necesite.

Así, esta noche de transición se convierte en algo más que una fiesta. Es una ceremonia íntima y a la vez compartida. Mientras las campanadas suenan idénticas para millones, cada corazón hace un balance distinto y alimenta una esperanza única. Estas palabras compartidas se centran, finalmente, en una sola: atención. Atender a lo esencial. A la textura del presente, a la mirada del otro/otra, a la belleza frágil que persiste. Atender también al murmullo del mundo, a su dolor y a su anhelo. Porque sólo desde una atención plena, a uno mismo y al otro/otra, puede nacer la compasión verdadera. 

Que al cruzar este umbral temporal llevemos con gratitud lo aprendido, incluso lo que dolió, y abramos los brazos a lo desconocido no con simple optimismo, sino con la determinación serena de vivir conscientes. De construir, día a día, un año no sólo para nosotros y nosotras, sino un pedazo de tiempo más amable, más justo y más despierto para todos y todas. El futuro no llega en solitario; lo co-creamos con cada elección, en nuestro discernimiento, en la intimidad de nuestra conciencia y en el espacio compartido de la comunidad humana.

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